APU-RIMAK: MEMORIA INDIGENISTA EN DOS TRAZOS
Alejandro González Trujillo, conocido artísticamente como Apu-Rimak (voz quechua que puede traducirse como “el que habla con los dioses”), fue uno de los artistas más singulares y silenciosos del movimiento indigenista peruano. Nacido en el Cusco a inicios del siglo XX, su obra se desarrolló en diálogo con las grandes transformaciones culturales y políticas del país, en una época en que el arte comenzaba a reconocer, visibilizar y revalorar la herencia andina desde una perspectiva crítica y afirmativa.
El indigenismo, más que una escuela pictórica, fue un proyecto intelectual y político. En él confluyeron artistas, escritores, historiadores y pedagogos que buscaban romper con la visión colonialista de la cultura oficial, para reivindicar las raíces indígenas como fundamento de una identidad nacional. Apu-Rimak fue parte activa de esta corriente, pero a diferencia de otros representantes del indigenismo que trabajaron desde Lima o desde academias europeas, su mirada surgía desde el propio territorio: el Cusco, el Ande, lo cotidiano.
Lejos de la idealización o el folclorismo, su obra se caracteriza por una observación atenta, contenida y poética de la vida andina. Sus figuras, casi siempre mujeres, campesinos o animales, aparecen integrados al paisaje, no como elementos anecdóticos sino como portadores de una memoria cultural que resiste al tiempo. Su trazo es limpio, sobrio, sin artificios. No busca el dramatismo, sino el recogimiento.
Apu-Rimak entendía el dibujo como una forma de conversación con su entorno. En lugar de narrar grandes gestas, se detenía en escenas mínimas: una calle vacía, un grupo de mujeres sentadas, la sombra de un muro incaico. En esa elección estética hay también una postura política: hacer visible lo que ha sido históricamente silenciado, darle valor a lo que ha sido relegado, y devolverle al paisaje andino su dimensión humana y espiritual.
Este dibujo a lápiz retrata una escena de quietud cargada de profundidad: un grupo de mujeres sentadas frente a los muros ciclópeos de Sacsayhuamán. En primer plano, algunas conversan, otras descansan en silencio. Sus cuerpos trazan una curva suave sobre la tierra, en armonía con el perfil del andén donde se encuentran. A un costado, una figura femenina de pie observa la escena o quizás el horizonte, enmarcada por la imponente arquitectura incaica que domina el fondo. Más allá, dos llamas descansan sobre las piedras, extendiendo la presencia del mundo natural como parte de la composición.
La elección del punto de vista es clave: Apu-Rimak no observa la monumentalidad de Sacsayhuamán desde lejos, sino desde adentro, desde el interior de una escena íntima y cotidiana. Los muros no son decorado ni telón de fondo, sino cuerpo vivo que convive con las figuras humanas. Las piedras no aplastan a las mujeres: las acogen, las recuerdan.
Nada en este dibujo está forzado. La composición fluye con naturalidad, como si el artista hubiese sido testigo y no director de lo que ocurrió ante sus ojos. Las mujeres están sentadas sobre la tierra con familiaridad, sin actitud ceremonial. Sus rostros, trazados con economía de líneas pero con enorme expresividad, revelan una forma de estar en el mundo que es a la vez presente y ancestral.
Este momento suspendido no contiene dramatismo ni gesto heroico. Lo que Apu-Rimak captura es un estado: el tiempo pausado del altiplano, la respiración larga de la piedra, la continuidad de lo cotidiano. La escena, en su simplicidad, se convierte en símbolo: una afirmación silenciosa de pertenencia, de herencia y de presencia viva en un espacio sagrado que nunca fue deshabitado.
Sacsayhuamán no es aquí ruina ni postal: es territorio habitado, todavía vigente, todavía fecundo.
Este segundo dibujo, firmado y fechado por el artista, presenta una vista desde lo alto de la empinada y emblemática Calle Amargura, en el centro histórico de Cusco. El punto de fuga desciende desde las gradas de piedra hacia la intersección con la Calle Saphi, permitiendo una lectura profunda del paisaje urbano. A la izquierda y derecha, las fachadas coloniales de adobe y piedra se alinean sin interrupción, mientras los tejados escalonados conducen la mirada hacia el bosque de eucaliptos y las montañas que cierran la composición.
Una mujer camina sola por el centro de la calle, con vestimenta tradicional y paso sereno. Esta figura es clave: a pesar de su pequeño tamaño relativo, articula toda la escena. Representa al habitante común que recorre la ciudad con familiaridad, y al mismo tiempo actúa como guía visual para quien contempla el dibujo.
El tratamiento gráfico de las texturas —piedra, teja, adobe, follaje, cielo— evidencia la destreza técnica del artista. Pero más allá del detalle, lo que destaca es la atmósfera: hay luz, hay aire, hay tiempo contenido. Apu-Rimak logra que la ciudad se despliegue como un espacio de tránsito y pertenencia, y no solo como fondo arquitectónico. No hay prisa, ni pose. La mujer que camina no desfila, no posa: simplemente está. Y con ella, el Cusco respira.
El indigenismo, más que una escuela pictórica, fue un proyecto intelectual y político. En él confluyeron artistas, escritores, historiadores y pedagogos que buscaban romper con la visión colonialista de la cultura oficial, para reivindicar las raíces indígenas como fundamento de una identidad nacional. Apu-Rimak fue parte activa de esta corriente, pero a diferencia de otros representantes del indigenismo que trabajaron desde Lima o desde academias europeas, su mirada surgía desde el propio territorio: el Cusco, el Ande, lo cotidiano.
Lejos de la idealización o el folclorismo, su obra se caracteriza por una observación atenta, contenida y poética de la vida andina. Sus figuras, casi siempre mujeres, campesinos o animales, aparecen integrados al paisaje, no como elementos anecdóticos sino como portadores de una memoria cultural que resiste al tiempo. Su trazo es limpio, sobrio, sin artificios. No busca el dramatismo, sino el recogimiento.
Apu-Rimak entendía el dibujo como una forma de conversación con su entorno. En lugar de narrar grandes gestas, se detenía en escenas mínimas: una calle vacía, un grupo de mujeres sentadas, la sombra de un muro incaico. En esa elección estética hay también una postura política: hacer visible lo que ha sido históricamente silenciado, darle valor a lo que ha sido relegado, y devolverle al paisaje andino su dimensión humana y espiritual.
1. Mujeres en Sacsayhuamán
Este dibujo a lápiz retrata una escena de quietud cargada de profundidad: un grupo de mujeres sentadas frente a los muros ciclópeos de Sacsayhuamán. En primer plano, algunas conversan, otras descansan en silencio. Sus cuerpos trazan una curva suave sobre la tierra, en armonía con el perfil del andén donde se encuentran. A un costado, una figura femenina de pie observa la escena o quizás el horizonte, enmarcada por la imponente arquitectura incaica que domina el fondo. Más allá, dos llamas descansan sobre las piedras, extendiendo la presencia del mundo natural como parte de la composición.
La elección del punto de vista es clave: Apu-Rimak no observa la monumentalidad de Sacsayhuamán desde lejos, sino desde adentro, desde el interior de una escena íntima y cotidiana. Los muros no son decorado ni telón de fondo, sino cuerpo vivo que convive con las figuras humanas. Las piedras no aplastan a las mujeres: las acogen, las recuerdan.
Nada en este dibujo está forzado. La composición fluye con naturalidad, como si el artista hubiese sido testigo y no director de lo que ocurrió ante sus ojos. Las mujeres están sentadas sobre la tierra con familiaridad, sin actitud ceremonial. Sus rostros, trazados con economía de líneas pero con enorme expresividad, revelan una forma de estar en el mundo que es a la vez presente y ancestral.
Este momento suspendido no contiene dramatismo ni gesto heroico. Lo que Apu-Rimak captura es un estado: el tiempo pausado del altiplano, la respiración larga de la piedra, la continuidad de lo cotidiano. La escena, en su simplicidad, se convierte en símbolo: una afirmación silenciosa de pertenencia, de herencia y de presencia viva en un espacio sagrado que nunca fue deshabitado.
Sacsayhuamán no es aquí ruina ni postal: es territorio habitado, todavía vigente, todavía fecundo.
2. Calle Amargura, Cusco (1935)
Este segundo dibujo, firmado y fechado por el artista, presenta una vista desde lo alto de la empinada y emblemática Calle Amargura, en el centro histórico de Cusco. El punto de fuga desciende desde las gradas de piedra hacia la intersección con la Calle Saphi, permitiendo una lectura profunda del paisaje urbano. A la izquierda y derecha, las fachadas coloniales de adobe y piedra se alinean sin interrupción, mientras los tejados escalonados conducen la mirada hacia el bosque de eucaliptos y las montañas que cierran la composición.
Una mujer camina sola por el centro de la calle, con vestimenta tradicional y paso sereno. Esta figura es clave: a pesar de su pequeño tamaño relativo, articula toda la escena. Representa al habitante común que recorre la ciudad con familiaridad, y al mismo tiempo actúa como guía visual para quien contempla el dibujo.
El tratamiento gráfico de las texturas —piedra, teja, adobe, follaje, cielo— evidencia la destreza técnica del artista. Pero más allá del detalle, lo que destaca es la atmósfera: hay luz, hay aire, hay tiempo contenido. Apu-Rimak logra que la ciudad se despliegue como un espacio de tránsito y pertenencia, y no solo como fondo arquitectónico. No hay prisa, ni pose. La mujer que camina no desfila, no posa: simplemente está. Y con ella, el Cusco respira.