RETABLO: ALTAR PORTATIL,  ARCHIVO VIVO


El retablo andino, con sus puertas de madera y escenas en miniatura, ha sido durante siglos una de las formas más conmovedoras del arte popular peruano. Nacido como altar portátil de devoción religiosa, ha trascendido largamente ese origen para convertirse en una estructura abierta, un contenedor de memorias colectivas, creencias populares y relatos que resisten el olvido.

Este retablo que tienes frente a ti, dedicado a la masacre de Huanta de 1969, es prueba de ello: ya no narra milagros de santos, sino heridas abiertas de la historia reciente. En sus pequeñas figuras de yeso pintado, en sus expresiones detenidas en el tiempo, late una crónica popular que se rehúsa a desaparecer.


De altar misionero a expresión mestiza

El retablo, tal como lo conocemos hoy, hunde sus raíces en los siglos coloniales. Durante las campañas de evangelización católica en los Andes, los sacerdotes españoles llevaban consigo pequeños altares portátiles que permitían oficiar misa y enseñar los dogmas cristianos en las comunidades rurales. Aquellas “cajas de santos”, como se les llamaba, contenían imágenes de Cristo, la Virgen o algún santo patrón, y estaban diseñadas para abrirse como teatrinos que desplegaban un escenario devocional.

Sin embargo, como en muchas otras expresiones del arte colonial andino, lo que llegó como instrumento de imposición pronto fue reapropiado. Las manos indígenas y mestizas que comenzaron a elaborar retablos transformaron su iconografía, su técnica y su función. Los santos continuaron allí, sí, pero junto a ellos aparecieron animales tutelares, oficios rurales, escenas agrícolas, personajes locales y elementos sincréticos que combinaban la liturgia cristiana con antiguas creencias andinas.

Desde entonces, el retablo se volvió también un refugio simbólico: un microcosmos donde se podía conservar el mundo que se intentaba borrar.


Retablo como archivo oral y político

Con el tiempo, el retablo se secularizó. Si en el siglo XIX aún predominaban los temas religiosos o las escenas costumbristas (ferias, danzas, carnavales), en el siglo XX surgió con fuerza una nueva dimensión: la del retablo como medio narrativo y testimonial.

Artistas como Joaquín López Antay, Heraclio Gómez, Nicario Jiménez o Claudio Jiménez Quispe comenzaron a representar en sus retablos escenas de la historia reciente, conflictos sociales, migraciones forzadas, y memorias del conflicto armado interno. Estas obras —construidas con materiales humildes como madera, maguey, yeso o pasta— se transformaron en dispositivos críticos y poéticos a la vez, donde el arte popular tomó la palabra para contar su versión de los hechos.

Este retablo que narra la masacre de Huanta en 1969 es ejemplo de ello. Aquella tragedia, silenciada durante años, ocurrió cuando el gobierno militar reprimió brutalmente una protesta de estudiantes y campesinos en Ayacucho. Lo que aquí se representa no es solo un episodio histórico, sino una herida colectiva. Cada figura modelada, cada gesto detenido, contribuye a armar una escena que es al mismo tiempo duelo, denuncia y memoria.


Una caja que nunca está vacía

En su forma básica, el retablo es una caja de dos cuerpos: el superior, dedicado al cielo o a lo divino; el inferior, a la tierra y lo humano. Pero esa estructura dual puede ser alterada según lo que se quiera contar. El retablo es también una herramienta narrativa: puede contener fiestas o entierros, paisajes o migraciones, historias de amor o de terror. Puede hablar de santos, pero también de mineros, de madres, de desaparecidos, de dioses andinos, de viajes o de resistencias.

Por eso, más allá de su valor estético, el retablo es un vehículo. No es solo un objeto, sino una forma de contar. Es, en cierto modo, un papel en blanco —una escena en pausa— donde se pueden plasmar las preguntas y los relatos de cada comunidad, de cada época.

Hoy, el retablo no solo vive en las vitrinas de los museos. Muchos artistas populares lo siguen utilizando para documentar, protestar, recordar. En un mundo cada vez más acelerado y fragmentado, estas pequeñas cajas de madera nos recuerdan que la memoria también se construye con paciencia, con manos, con detalles. Y que el arte popular no es una artesanía decorativa, sino una forma viva de pensamiento, de resistencia y de esperanza.